Lo que ves… no es una persona.
A finales del siglo XIX, en una época en que Japón se debatía entre sus antiguas tradiciones y los vientos crecientes de la modernización occidental, surgió un escultor misterioso llamado Hanonuma Masakichi.
No era solo un artista: era un mago de la madera y la piedra, un maestro de un arte conocido como iki-ningyō, que significa “muñecos vivientes”. No se trataba de simples figuras, sino de esculturas tan realistas que cualquiera que las mirara juraría que respiraban.
Pero el destino no fue amable con él.
En el apogeo de su genio, una enfermedad mortal se apoderó de su cuerpo: la tuberculosis. Mientras su salud se deterioraba, comprendió que sus días estaban contados. Muchos en su lugar habrían cedido a la debilidad y la desesperanza, pero Masakichi decidió enfrentar la muerte a su manera:
Dejando atrás una versión eterna de sí mismo.
En su pequeño taller, se sentó frente a un gran espejo, estudiando los rasgos que la enfermedad comenzaba a robarle. Levantó sus herramientas y comenzó a tallar madera de ciprés —no como quien da forma a un objeto sin vida, sino como un hombre que derrama su alma en un segundo cuerpo.
Y no se detuvo en esculpir su rostro con una precisión asombrosa.
Fue más allá… mucho más allá:
Arrancó cada hebra de su propio cabello, de la cabeza y del cuerpo, e implantó una por una en la estatua con una precisión sobrecogedora.
Recogió sus uñas y las colocó cuidadosamente en las manos de la figura.
Pintó capa tras capa sobre la superficie hasta que la “piel” pareció cálida, viva… casi humana.
Con cada golpe de cincel, con cada cabello incrustado, sentía como si estuviera transfiriendo su propia vida a ese nuevo ser.
Y cuando la gente vio la estatua por primera vez, quedó atónita: no parecía una obra de arte, sino un hombre silencioso que los observaba con ojos vivos.
Masakichi murió poco después de completar su obra maestra.
Pero la estatua sobrevivió.
Cruzó océanos y décadas, hasta llegar finalmente al Museo Panopticon de California.
Allí permanece hoy —una inquietante mezcla de belleza y horror—, como si susurrara a todos los que la contemplan:
“El cuerpo se marchita… pero el arte nunca muere.”


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