“Esparta no necesita murallas, los hombres de Esparta son sus murallas”, señalaba con orgullo el rey Agesilao II a comienzos del siglo IV a. C.
Por extraño que parezca y a diferencia de la gran mayoría de las póleis griegas, la construcción de un recinto amurallado no fue una prioridad para los lacedemonios. Sería recién a comienzos del siglo III a. C., en plena época helenística, cuando Esparta, que se encontraba en un profundo declive político y militar, se vio en la necesidad de levantar muros para su defensa.
Su excelente ubicación en el corazón del Peloponeso, rodeada de montañas y alejada del mar, la hacían fácilmente defendible. Al mismo tiempo, cualquier enemigo tendría que enfrentarse primero con sus aliados antes de llegar a Esparta. Y si añadimos a todo eso, un ejército fuerte y altamente entrenado. Tenemos pues los principales factores que hicieron innecesaria la construcción de un dispositivo defensivo, que además hubiera resultado muy costoso para un estado que nunca se caracterizo por su poder económico.
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