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Niveles de Alerta Antiterrorista en España. Nivel Actual 4 de 5.

Niveles de Alerta Antiterrorista en España. Nivel Actual 4 de 5.
Fuente Ministerio de Interior de España

viernes, 17 de mayo de 2024

Primer hombre volador. Diego Maron Avilera

El 15 de mayo de 1793, Diego Marín Aguilera volaba cerca de 360 metros y con una altitud de 5 o 6 metros, con el primer avión de plumas, siendo uno de los primeros hombres de la historia que consiguió volar.
Diego Marín Aguilera, nacido en la localidad burgalesa de Coruña del Conde fue un inventor conocido por ser el primer hombre en realizar un vuelo efectivo con unas alas artificiales, que junto con el andalusí Abbās ibn Firnās se convertirá en uno de los precursores de la ciencia aeronáutica en España. Ingenioso en extremo, gran observador de la naturaleza y dotado de gran inteligencia natural, pese a ser analfabeto, ideó pequeños inventos llevado por la intención de facilitar el trabajo de sus vecinos, como un nuevo mecanismo —cuando sólo tenía once años— para hacer funcionar un molino que aún se conserva sobre el río Arandilla. Posteriormente, construyó otro artilugio con destino a una máquina para batanes y otra para aserrar los mármoles de las cercanas canteras de Espejón.

A causa de sus preocupaciones sobre la mecánica del viento en los molinos, Diego Marín concibió la idea de poder llegar a volar como las aves. Sus largas horas de soledad agudizaron su espíritu reflexivo, mientras observaba el firme y sereno vuelo de las rapaces, especialmente las águilas, por encima de la almenada torre del viejo castillo. Pasó mucho tiempo estudiando la forma de su vuelo, lo que le llevó a discurrir la construcción de un aparato volador, una especie de “pájaro mecánico”. Para ello decidió acumular la mayor cantidad posible de datos antes del inicio de la empresa.

Así, durante seis años consiguió atrapar mediante trampas un buen número de águilas y buitres, a los que desplumaba, pesando por separado el plumaje y el cuerpo, midiendo la envergadura de las alas, hasta hacerse con una cantidad de plumas que guardaran proporción con el peso de su cuerpo y con las dimensiones del artilugio que tenía ideado.

Cuando Diego creyó hallarse en posesión de todos los datos —con la ayuda y complicidad del herrero del pueblo, de su único amigo y de una hermana de éste—, inició la construcción de su máquina voladora compuesta por una viga armada de madera y dotada de alas constituidas por varillas de hierro cruzadas de alambres en las que colocó telas y plumas; dichas alas tenían una envergadura de unos ocho metros, recordaban a las de las aves y se movían en abanico, mientras que la longitud del cuerpo propiamente dicho era de unos cuatro metros y medio.

En su centro de gravedad se situó Marín, en un pequeño bastidor de madera sujeto con correas para soportar su peso. Las alas se batían mediante unas manivelas, y con unos estribos, en la parte inferior, podía —con los pies— dirigir y orientar la cola del singular aparato. Naturalmente, se imponía el más absoluto sigilo, ya que en la España de la época tales actividades se consideraban más próximas a la brujería que a la ciencia.

Así, la noche de 15 de mayo de 1793, ascendió, ayudado por sus amigos y confidentes, hasta la peña más alta del castillo, ya que era imposible que una sola persona pudiera manejar el aparato, y desde allí emprendió su vuelo, elevándose unas cinco o seis varas (una vara burgalesa equivale a 0,835 metros) y salió volando en dirección al Burgo de Osma y Soria, donde tenía parientes a los que pretendía visitar. Pasó en vuelo rasante por encima de las casas del pueblo y recorrió una distancia de cuatrocientas treinta varas (trescientos cincuenta y nueve metros), cuando sufrió una avería que le hizo caer a tierra, cerca del cauce del río. El motivo del rápido aterrizaje fue la rotura de uno de los pernos que movían las alas, sin más consecuencias que la contrariedad sufrida. Habiendo comprobado que su máquina funcionaba, pensó en reconstruirla y perfeccionarla, pero a la mañana siguiente al enterarse los vecinos de lo acontecido en aquella noche emotiva de mayo, se mofaron de su convecino Diego Marín, creyéndole loco, e incendiaron el plumífero aparato para evitar que continuase con su locura. La inquisición consideró la acción de los vecinos buena para evitar que Diego se lesionara de nuevo.

Triste y abatido, cayó en una profunda depresión que le llevó a la tumba seis años más tarde, muriendo a la edad de 44 años.

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