JULIO 2016
Hace algunas semanas, un conductor atropellaba en Girona a una niña de cuatro años. Los hermanos y la madre, a su lado, se salvaron de milagro. El causante, ebrio y drogado, se dio a la fuga. Unas horas más tarde, pasó a disposición judicial. Se excusó aludiendo a un amigo que le disuadió para abandonar el lugar. Ahora espera el juicio, aunque la condena social ya le ha llegado en forma de comentarios y alarma ciudadana. Este hecho no es nuevo: cada cierto tiempo, los medios de comunicación se hacen eco de actitudes similares en muchas ciudades del territorio nacional. Y es habitual leer noticias sobre absoluciones dictadas por los Tribunales a protagonistas de un hecho parecido. Así, en marzo, una mujer de 24 años se fugó tras atropellar mortalmente a un ciclista en Madrid. Días después, la investigación policial la identificó por el modelo de coche. No se sabe a qué se enfrenta. Y es que muchas veces, los pliegues de la justicia hacen que estos casos no acaben con las penas “deseadas” por mucha gente.
Dominar el pánico
Provocar o ser testigo de un accidente conlleva, en general, dos reacciones: pánico y el impulso de echar una mano. El primero es variable y depende de la templanza y la personalidad de cada uno. Lo segundo, el impulso de auxiliar a quien acaba de sufrir un accidente, es una obligación que no tiene que ver con nuestra forma de ser. “La legislación establece que cometes un delito cuando no socorres”, resume Javier Villalba, subdirector de Ordenación Normativa de la Dirección General de Tráfico. El Código Penal exige unos requisitos que marcarán la decisión del juez. Se unen muchos factores o incluso ciertos azares de los que ninguno puede escapar. No obstante, la intervención tiene que pasar por el filtro de la humanidad o, “si no lo haces por espíritu solidario”, en España “te conviene hacerlo por la sanción y le puede costar
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