Los monjes que cambiaron Europa
La vida eremítica, tanto en su pureza como en su forma modificada, fue el ideal del monacato primitivo, y nunca había sido olvidada del todo como la forma más perfecta de vida monástica. San Benito, aunque subrayara las virtudes de la vida en comunidad, no dejó por eso de pagar tributo a la vocación del solitario, y los ermitaños habían seguido existiendo incluso en la Galia y en Inglaterra. Ahora bien, a finales del siglo x los ideales egipcios iban nuevamente a influir en Occidente en una época de reformas. En parte, la reacción pudo ser debida a la decadencia de la vida monástica en Italia; en parte, la influencia oriental y del monacato griego puede haberse extendido gracias a los exiliados del imperio oriental invadido por los turcos. El primer nombre famoso es, sin duda, el de un austero monje griego de Calabria, Nilus (c. 910-1005). Este y el obispo checo Adalberto, -que después sería el apóstol de Bohemia (m. 997), fueron de los primeros reformadores que visitaron e influyeron a los monjes de Roma o de sus alrededores; el monasterio de Grottaferrata. que todavía existe y que está cerca de la Ciudad Eterna, fue fundado por Nilus. Sin embargo, no hemos de considerarle como uno de los grandes promotores de la reforma. El lugar más preeminente corresponde a Romualdo de Rávena (c. 950-1027). Romualdo abandonó un monasterio cluniacense con el decidido deseo de restaurar la soledad y severidad del monacato egipcio. Su monumento fue la montaña «desierta» de Camaldolí, cerca de Arezzo, congregación de ermitaños que vivían en una lavra de pequeñas casas y se reunían solamente para las plegarias litúrgicas y determinadas comidas en común. Romualdo se basaba en la regla de San Benito, con su familiar, aunque ambigua, referencia a la vida eremítica como cumbre de la ascesis cenobítical7, y fundó un severo monasterio benedictino en el valle a los pies de Camaldolí, donde se preparaba en el curso de varios años a los que aspiraban a subir al desierto. Un contemporáneo de Romualdo, más joven que éste, Juan Gualberto (c. 990-1073), como él primero monje cluniacense y después huésped de Camaldolí, abandonó el desierto para fundar en Vallombrosa, cerca de Florencia, otro estricto monasterio benedictino contemplativo con silencio perpetuo, clausura y sin trabajo manual. Para que los monjes no se distrajeran y para subvenir a sus necesidades estableció un grupo separado de legos (conversi), y así cristalizó en un instituto formal de gran importancia la práctica ocasional de muchas abadías de monjes negros de aquellos días. Tercer nombre de este movimiento es el de Pedro Damián (1006-72), que más que ningún otro se convirtió en su propagandista. Pasando de Camaldolí al eremitismo y multiplicando la austeridad física, Damián, de forma más explícita que Romualdo, consideraba la vida eremítica como la única verdadera para el cristiano celoso. Fue designado desde el desierto para promover, mediante sus acciones y escritos, el amplio movimiento que había conquistado ya al papado y la curia, y más que nadie le dio el carácter monástico que después iba a adoptar, mientras que los institutos de Camaldolí y Vallombrosa permanecían pequeños y escondidos, aunque ambos pervivieran a través de los siglos hasta nuestros días.
La difusión de la vocación eremítica, como han demostrado estudios recientes, fue rápida y amplia durante el siglo XI, pero en algunos casos no fue permanente. Si el ermitaño se hacía famoso, en seguida se le agregaban discípulos y el grupo, para conservar su cohesión, adoptaba la regla de San Benito y las costumbres monásticas corrientes. Este fue el origen de la célebre abadía de Bec, y unos años más tarde de Whitby y de la renacida Jarrow en el norte de Inglaterra. Tal fue el caso de los promotores, Vitalis y Bernardo, de los grupos de Bretaña y Maine que fundaron las abadías de Savigny y Tiron las cuales se convirtieron en congregaciones con casas en Gran Bretaña además de en Francia. Dos de estos casos tuvieron una importancia incomparablemente mayor a cualquier otro en la historia monástica. El fundador de uno de esos grupos fue Bruno de Colonia, maestro y canciller de las escuelas de Reims, que abandonó su brillante carrera en 1080 para unirse a un grupo de ermitaños en el bosque de Colan entre los que se contaban muchos de los futuros fundadores de Citeaux. Abandonándoles, Rugo, obispo de Grenoble, se estableció con dos compañeros en un remoto lugar de un alto valle, que pronto sería famoso como la Grande Chartreuse. Luego fue enviado a Roma y finalmente se retiró al sur de Italia, donde murió después de establecer otro grupo de ermitaños en SquilIace.
Su establecimiento original cerca de Grenoble no difería de los demás grupos, pero fue salvado de su gradual extinción por uno de sus primeros priores, Guigues I, amigo de Bernardo y de Pedro el Venerable. Este prior hizo muchos prosélitos y fundó una media docena de grupos similares para los cuales codificó las costumbres de la Chartreuse. Así se formó la regla que ha seguido observando, con pequeñas modificaciones, la orden, la cual se organizó en 1176 con un sistema de capítulo general e inspección, bajo la supervisión del prior de la Grande Chartreuse. La finalidad de los cartujos era petrificar o domesticar (depende de la metáfora que se prefiera) la vida en el desierto. Se parecían a los camaldulenses, a los que tal vez imitaran conscientemente, por vivir como ermitaños y reunirse solamente en muy contadas ocasiones, pero ya desde el principio edificaron sus celdas alrededor de un claustro, contiguo al cual estaba el oratorio, protegiendo el conjunto con un muro. Aspiraban a reanudar la vida de los padres del desierto, bajo la apariencia de una observancia semi benedictina, combinando por tanto la vida eremítica con la cenobítica. Los monjes trabajaban, dormían, comían y rezaban en sus casas, y sólo iban al oratorio para el oficio nocturno, la misa y las vísperas. Al principio no había misa diaria, e imperaban la soledad, el silencio y la austeridad, pero el silencio (al contrario de los trapenses posteriores) se rompía cuando era necesario hablar y en algunos recreos, que luego se fijaron en un largo paseo semanal. Los trabajos agrícolas no formaban parte de su programa, ni eran factibles en la Grande Chartreuse, pero sí se fomentaban algunos empleos ligeros como la carpintería, el grabado y (más tarde) la jardinería. Del mismo modo, aunque la clausura era muy rígida, no estaba prohibido el trabajo literario basado en los recursos de la biblioteca monástica. Los cartujos, única entre las órdenes eremíticas, no sólo pervivieron durante la Edad Media, sino que actualmente parecen tender a aumentar. Esto se debe, sin duda, al elemento cenobítico de su vida que hacía más viable, incluso en un· lugar totalmente hostil, un monasterio cartujo que un grupo de celdas. Los cartujos desde el principio tuvieron hermanos legos para servicio de los monjes. En la Grande Chartreuse esos hermanos legos vivían más abajo en la montaña, y las dependencias separadas se mantuvieron durante mucho tiempo en las cartujas rurales como por ejemplo Witham, Hinton y Beauvale en Inglaterra. Desde el principio los cartujos disfrutaron de una modesta celebridad, un succes d' estime, pero ni querían ni podían multiplicarse para llegar a ser influyentes.
Este destino estaba reservado a otro grupo de ermitaños, que se reunió en el bosque burgundio de Colan. Igual que los demás grupos que hemos mencionado, fundaron un monasterio muy estricto dentro de las normas tradicionales en Molesme, pero pronto una serie de beneficios y los numerosos prosélitos relajaron aquella severidad y se establecieron vínculos feudales, por lo que un grupo de veinte, entre los que se encontraban muchos de los ermitaños de Colan, decidieron comenzar de nuevo. Esta vez su pretensión era combinar la soledad y la pobreza con la severidad de una vida dentro de la más exacta observancia de la regla. La historia de este movimiento, que conoceremos por cisterciense y que iba a tener tan vital, aunque imprevista, importancia en la historia del monacato occidental, está sucintamente descrita, con plena documentación, en un grupo de fuentes que desde entonces hasta ahora han inspirado a generaciones de monjes y suministrado amplio material a los historiadores. No obstante, en los últimos treinta años han sido objeto de una severa crítica y aunque las circunstancias de su formación no están del todo claras, parece indudable que en su forma actual son el producto final de un proceso de crecimiento durante el cual algunos motivos de controversia pueden haber inducido a la alteración de los documentos genuinos. N o obstante esto no cambia esencialmente los rasgos fundamentales de la historia, que podemos leer en sus propias (pretendidas) obras:
Había veintiún monjes que gozosamente marcharon desde Molesme al desierto llamado Citeaux, punto situado en la diócesis de Chalon que en aquella época era casi inaccesible a causa de la maleza y los espinos y estaba habitado solamente por bestias salvajes. Allí llegaron los hombres de Dios, persuadidos de que aquel era el lugar que durante tanto tiempo habían deseado, y que ahora les parecía el más conveniente a causa de su inaccesibilidad y de que no resultaba atrayente para nadie salvo para ellos mismos. Allí cortaron árboles y comenzaron a edificar el monasterio. Porque esos hombres mientras estaban en Molesme habían hablado muchas veces entre sí con amargura y pesar, por medio de la gracia de Dios, de sus transgresiones a la regla de San Benito. Decían que ellos y otros monjes habían prometido en solemne profesión observar esta regla, y que de hecho no la habían observado y que por tanto habían cometido con conocimiento el pecado de perjurio y así, como ha sido relatado, por autoridad del legado de la Sede Apostólica habían ido a aquella soledad para poder observar la regla y sus votosl8.
Así pues, el grupo de exiliados de Molesme, establecidos en un «desierto» entre bosques y pantanos al sur de Dijon, comenzó a vivir una sencilla vida monástica de acuerdo con la regla. Esto mismo, tanto ellos como otros, habían tratado de hacerlo antes, pero los monjes del «nuevo monasterio», como le llamaban, estaban dispuestos a que el relajo no se apoderara de ellos nuevamente. No contentos con su celo del momento y sus buenos propósitos, se dieron no solamente un esquema de vida, sino un cuadro constitucional. Antes de considerarlo sería conveniente deducir del ambiente general de la época cuáles eran sus problemas e ideales.
La marcha de Molesme a Citeaux tuvo lugar en 1098, y ya hemos visto que la segunda mitad del siglo XI fue la edad de oro del monacato tradicional en que no solamente la amplia familia cluniacense, sino también las tradicionales abadías autónomas de Italia, Normandía, el Rhin e Inglaterra estaban en floreciente condición. Por tanto, los cistercienses eran en cierto modo una ola de una gran marea en lugar de una corriente opuesta. Sin embargo, la lujuriante proliferación de la vida monástica de la época, que puede compararse a un fructífero verano, mostraba ya y en parte tal vez ocultaba, los síntomas de un próximo otoño de decadencia. Estos eran visibles en varios aspectos de su vida. En primer lugar y sobre todo, como en todos los momentos de decadencia monástica, había una excesiva vinculación con el mundo. La esencia del monacato es la separación del mundo y del espíritu de ganancia material. Ahora, después de un siglo de relativa paz y de expansión demográfica y económica, los monasterios habían aumentado sus posesiones mediante donaciones y.' compras, y el valor de su capital gracias a una bien estudiada explotación. Cada vez más se habían ido convirtiendo en parte de la sociedad. Sus propias actividades administrativas y las obligaciones feudales hacían que los abades y priores tuvieran que ausentarse de los monasterios a los que acudían cada vez en mayor cantidad fundadores, bienhechores y agentes reales, por no hablar de los visitantes y peregrinos. De ser un enclave de aislamiento los monasterios se habían secularizado y desempeñaban en el mundo un papel semejante al del clero de las parroquias o de las catedrales. Al Ibismo tiempo habían ido perdiendo gradualmente el tradicional equilibrio de la división tripartita de ocupaciones entre plegaria, lectura (o estudio) y trabajo manual. La última casi había desaparecido y la primera babía proliferado. Se introdujeron y duplicaron las misas, el canto era más elaborado y prolongado, y al oficio se habían añadido una serie de plegarias orales -oficios de la Bienaventurada Virgen, de Todos los Santos y de los muertos; los salmos graduales, los salmos penitenciales, letanías y oraciones- y todos estos cambios habían duplicado las horas pasadas en el coro. Esto produjo un doble efecto. Dividió a la comunidad en dos clases: los oficiales y los «monjes del claustro». Los primeros estaban exentos por lo menos de los deberes comunes; los segundos, ocupados largas horas en el coro, tenían cortos períodos de escritura y lectura en el claustro. Finalmente, las dificultades y las lagunas· de la regla habían sido superadas mediante costumbres, muchas de las cuales atentaban contra la severidad del texto original. En una gran comunidad, con muchos miembros que conocen la casa desde hace más de cincuenta años, es muy fácil abolir un privilegio o cambiar una dispensa. En un monasterio, como en un ejército, el paso lo marca el que va más despacio.
La época había llegado a la adolescencia intelectual y la autocrítica, y los primeros cistercienses no eran los únicos en ver todas esas cosas. Sin embargo, era un grupo de hombres excepcionalmente agudos en las cosas espirituales, y estaban decididos a renovar la vida monástica. En la actualidad difieren las opiniones de los historiadores monásticos acerca de cuál fue su primer objetivo. ¿Se trataba de una protesta, una rebeldía, una reforma, o era simplemente una versión distinta de la vida monástica? En su época y para muchos historiadores del pasado, la opinión general era de que el movimiento cisterciense había consistido en origen y en su esencia, en un desplazamiento de la relajación a la disciplina, del fracaso de mantener la regla a su observancia, de la indulgencia a la pureza evangélica. Recientemente, en la intensa actividad histórica de los historiadores monásticos, se ha abierto paso otra opinión, que es quizá la más generalmente admitida actualmente. Esta mantiene que los primeros cistercienses, aun admitiendo la validez y el atractivo de una vida monástica encaminada a la santificación de los valores humanos y que utilizaba la belleza creada como medio para el servicio de Dios, eligieron sin embargo un camino de abnegación y extrema simplicidad. Pero no fue (así prosigue la argumentación) hasta que el joven San Bernardo, con sus brillantes dotes literarias y su celo puritano, arrojó contra los cluniacenses y otros todas las piedras que tenía a mano, cuando los monjes negros aparecieron como un cuerpo de monjes menos perfecto, mejor dicho, imperfecto. Esta opinión, que toma la mayor parte de su interés de los argumentos del gran cluniacense Pedro el Venerable, es sin duda una interpretación correcta del programa cisterciense de muchos siglos después. En los siglos siguientes, los cirtercienses no iban a monopolizar el fervor como tampoco los monjes negros la decadencia. Pero en el momento de crisis de 1098 todas las fuentes y la experiencia que puede ayudar al historiador a interpretarlas, apuntan que para los primeros padres de Citeaux se trataba de una cuestión de bien o de mal, de salvación o de condenación, y que estaban convencidos de que el tipo de vida de Molesme no les permitía vivir la vida evangélica que habían hecho voto de seguir.
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Las nuevas órdenes del siglo XI
(los monjes que cambiaron Europa)
DAVID KNOWLES
Benedictino. Catedrático Historia Moderna
Universidad de Cambridge
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Dom Benoit en el claustro del monasterio de la Gran Cartuja. Crédit photo : ZEPPELIN
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