EL SUSTANCIERO.
"¡Señora! ¡Ha llegado a su pueblo el sustanciero!".
Con este grito se anunciaba una de las figuras más surrealistas y absurdas de la historia de nuestro país: el sustanciero.
Una época tan dura como fue la posguerra no pudo sino agudizar el tan recurrido, aunque en ocasiones cómico, ingenio español, y fue el personaje que nos ocupa el que lo explotó de la forma más absurda posible para luchar contra el hambre y sacarse unas perrillas: el sustanciero se dedicaba a recorrer los pueblos de España, ofreciendo sus servicios como cualquier otro vendedor ambulante, que no eran ni más ni menos (ahí va la sustancia) que los de prestar un hueso de jamón atado con una soga, a cambio de una perra gorda, (diez céntimos de peseta), para dar sabor al puchero de quien lo solicitase, durante unos minutos.
Esto queda constatado en el Diccionario Gastronómico de Luis Felipe Lescure, que lo define de la siguiente manera:
Sustanciero.— Personaje que provisto de un hueso de jamón iba por casas, introduciéndolo en las ollas para darles sabor.
Actualmente seguimos conservando algunas de estas entrañables y costumbristas figuras del comercio ambulante rural, como puede ser el afilador, pero de entre todos estos oficios se lleva la palma, sin duda alguna, el del ya desaparecido sustanciero, que ejerció su singular labor principalmente en el norte de la península, País Vasco, Navarra y Norte de Castilla, aunque se conocen referencias y testimonios orales sobre el sustanciero en todo el país.
Buceando en la Hemeroteca hemos rescatado algunos fragmentos de testimonios referentes al sustanciero, entre los que destacan este magnífico fragmento publicado en La Vanguardia el 15 de julio de 1949, que, nunca mejor dicho, no tiene desperdicio:
El sustanciero era un hombre que iba de casa en casa haciendo oscilar a modo de péndulo un hueso de jamón que llevaba pendiente de una soga y decía a grito pelado:
—¡Sustancia! ¿Quién quiere sustancia para el puchero? Traigo un hueso riquísimo.
De vez en cuando una pobre mujer que tenía al fuego una olla con agua, sal, dos o tres patatas y un poco de verdura, lo llamaba.
—Déme usted una perra gorda de sustancia —le decía— pero a ver si me la sirve usted a conciencia. El domingo pasado retiró usted demasiado pronto.
—No tenga usted cuidado, señora. Ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy.
Y, cogiendo con su mano derecha el cordel a que estaba atado el hueso de jamón, introducía éste en la olla, mientras, con la mano izquierda, sacaba un reloj, para contar los segundos que pasaban. Supongo que si un día se hubiese equivocado introduciendo en la olla el reloj —que tenía, al efecto, una cadena muy a propósito— en vez de introducir el hueso, el resultado hubiese sido más o menos el mismo, pero no se equivocaba nunca y, cuando el reloj marcaba el término de la inmersión, el sustanciero reclamaba su perra gorda y se iba en busca de nuevos clientes
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